Al volver la curva empezaban a aparecer esas enormes paredes de piedra veteadas de blanco y rosa, entonces sabia que estaba llegando a aquel paisaje que nunca dejaba de ver en mi
imaginación y que me hacia sentir feliz y contenta, una sensación que me había acompañado desde niña.
Aquellas piedras eran el principio de mis vacaciones y por eso me inundaba una inmensa alegría. Las curvas de aquella carretera eran cerradas y sinuosas, serpenteaban caracoleando durante
un largo intervalo de tiempo, que de niña me parecía eterno.
Al terminar aquel paisaje curvilíneo la vista se posaba en una penillanura salpicada de arboles y matorrales.
La estación primaveral llenaba de tonalidades verdosas el horizonte y la luz del sol hacia refulgir el blanco de las flores de las jaras sobre un manto verde que se esparcía a un lado y a
otro de la carretera por donde circulábamos. Las curvas habían acabado y nuestra vista ya no chocaba con ninguna pared de piedra, muy al contrario el paisaje se abría amplio y extenso
dejando que mis ojos planearan por un horizonte infinito.
De pequeña jugábamos a calcular cuantos kms podían abarcar nuestros ojos y la imaginación infantil nos devolvía un numero desorbitado de distancias kilométricas.
Con el paso del tiempo y con una percepción de las distancias mas acorde con la realidad sigo pensando que contemplar horizontes tan amplios solo es comparable a la sensación de libertad
que produce vislumbrar un paisaje marino.
Poco a poco el viaje tocaba a su fin y a lo lejos veía, como en una postal, un pueblo de casas blancas arremolinadas en torno a una iglesia con un campanario plagado de cigüeñas.
Esta estampa se desperdigaba por la ladera de un cerro y acababa en una amplia plaza.
Esta enorme plaza con suelo de tierra daba entrada al pueblo, allí unos enormes eucaliptos se enseñoreaban del espacio apoderándose del mismo. Sus ramas servían de parasol y proporcionaban
agradables sombras.
Estos arboles casi centenarios hacían reptar sus raíces alrededor del tronco tomando posesión del suelo y esculpiendo asientos vegetales donde aposentaban y compartían sus recuerdos los
viejos del lugar. Cinco pozos procedentes de manantiales subterráneos jugaban a entretejer sonidos donde el arrullo del agua conversaba con el aire que mecía las hojas de los arboles.
Ya había llegado a mi particular paraíso de silencios estruendosos y plácidas algarabías.